Mirar el techo.
Ver como el día muere.
No hacer nada,
tan solo ver como el cielo cambia
sus tonalidades hasta volverse
negro, como mi corazón.
Los domingos son tan absurdos,
como seguir respirando un día más.
Pero aquí seguimos, cada día.
Intentando buscarle un sentido
a nuestro alrededor,
creyendo ilusos que a la vuelta
de la esquina nos espera la felicidad
con una sonrisa,
que se pondrá de rodillas para
querernos toda la vida.
Imposible es el apellido
de mi corazón incapacitado para
volver a creer, confiar o amar.
Porque a estas alturas,
ni si quiera queda suelo para
escapar corriendo.
Y ese mar que miras,
lo formé yo con el cauce de dolor
que desbordaba desde mi pecho.
Aunque no conté, al expulsarlo,
con que las olas golpearan
mis costas demacradas por las
palabras de tu boca.
Me he vuelto corrosiva, desde que
se me escapa la vida cada fin de
semana por las manos de un
desconocido, que lanza piedras
cada noche a mi ventana.
Tú que me lees no comprendes
el dolor de mis ojos,
estaba destinada a lucir zafiros,
pero se volvieron de ese marrón
oxidado de tanta lágrima deslizando.